Cuenta mi padre que en una ocasión, cuando aún no había cumplido los diez años, su padre, que vendría a ser mi abuelo, lo mandó al pueblo con dos mulos cargados de carbón.
Mi padre, por aquel entonces un mocoso de nueve años de edad, pero con el tamaño de un niño de seis, al verse al lado de las enormes bestias, con tres sucios sacos de negro carbón cada una sobre su lomo, no pudo evitar sentirse algo turbado.